sábado, 15 de octubre de 2011

LA CLIENTA Y LA OBRA (BREVE RELATO LITERARIO SOBRE ALBAÑILERIA)



“Esa pared guarda un secreto”. Se refiere al lugar donde inexplicablemente mengua el techo dentro de un tabique cuya función arquitectónica nadie entiende. “Usted ve muchas películas de misterio”, replica ella tomando su bolso y oprimiendo la agenda bajo la axila. “Los payos no tenemos tiempo pa’ eso; pero tranquila, que a mí me sale todo de cine”.
El albañil siempre habla así, con ese doble sentido que emplean los oficios manuales para dignificar su tarea a golpes de ironía. Y devuelve una mirada carnal a la dueña antes de empuñar la piqueta. “¿Qué hago entonces? ¿La tiro y sacamos al muerto?”.
La vivienda es una construcción de los años treinta, sita en una zona residencial, que la mujer heredó de sus padres cuando decidieron testar en vida; hubiera preferido un ático en el centro, pero tampoco era asunto de quejarse puesto que la casa, algo destartalada, eso sí, despierta envidia entre sus conocidos. Los años de la edificación no los ocultan las muchas manos de pintura de la fachada; sin embargo, su interior ha ido optimizándose en cada reforma. “Podríamos hacer una hornacina con el agujero”, cuenta el currante justo cuando ella arranca el vehículo dispuesta a solventar otros problemas, y se encoge de hombros porque para la dueña los suyos no dejan de ser asuntos menores.

Una tarde la mujer descubrió la posibilidad de controlar la obra a distancia gracias a un artículo en una de esas revistas que pueblan las consultas de odontología –en un país que abona más por un empaste que por emplastecer la pared– y activó la cámara web del portátil. Desde tal fecha tutela la reforma conectándose vía internet con el currela de la paleta. Ahora de lo otro ni hablar. Lo otro le asaltó una sobremesa tras una reunión interminable, mientras admiraba el nuevo enyesado de la chimenea. Él había concluido el almuerzo hacía rato y echaba una cabezada sobre los cartones que protegían el suelo, pues era el turno de su pausa para el descanso. Tenía el sueño ronco y un abandono en sus miembros que le resultó erótico; esa tarde fisgoneó varias veces en el salón sin que el albañil se percatara, siguió sus movimientos bruscos, los dedos enyesados taponando las llagas y los orificios de una pared castigada por la estética y el tiempo. Se asomó al vértigo del sucio pantalón de faena según resbalaba por la rabadilla y apostaba consigo misma por ver si adivinaba o no el color de una ropa interior que nunca apareció. La revelación de tanta piel desnuda le perturba todavía. La mañana siguiente se ruborizó al encontrárselo. “Ayer no me llamó usted por el cachivache ese; como no dijo nada, yo seguí con lo mío. ¿Le gusta?”. “Me encanta”. Las palabras salieron silabeadas igual que un dulce. “Ahora tengo prisa, pero en cuanto llegue al despacho le llamo”.
Así nació la rutina de una obra que se eterniza, trufada de conversaciones on-line entre la clienta y el empleado y un espionaje morboso del que ella no hablará jamás.
Hoy toca decidir el futuro del tabique misterioso con el que el albañil litiga a golpes por ver qué hay dentro. “Lo dicho, que el día menos pensado nos sale un muerto”. Mientras, ella se parapeta tras la mesa de la oficina. “O un vivo, pero bien vivo, cariño”.

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