Los fracasos no caen del cielo. Hace unos días, en privado, un avezado contratista contaba una de esas historias pánicas que reflejan la podredumbre de un país por echarse al coleto un cóctel explosivo que combina, ya desde los tiempos del marqués de Salamanca, política y ladrillo. Y todo ello con una consecuencia. Cada cierto tiempo, cuando la crisis emerge, la nación se convierte en un lodazal al aflorar todo tipo de escándalos de corrupción.
En los años 60, pleno desarrollismo franquista, se instaló en España la multinacional británica de la construcción John Laing. No se trataba de una constructora más. Al contrario. Es todavía hoy una de las que cuentan con  mayor pedigrí del mundo. No en vano, nació en 1848 y continúa siendo una potente compañía que opera en medio mundo construyendo infraestructuras.
Laing sabía que para trabajar en España había que contratar políticos. Y eso puede explicar que en enero de 1975 nombrara presidente no ejecutivo de su consejo de administración (lo que le permitía seguir con sus actividades políticas en la oposición al franquismo) a Francisco Fernández Ordóñez, quien -paradójicamente- acababa de cesar (a petición propia) como presidente del INI.
Pero lo que no podían sospechar Laing es que ni por esas podría afianzar su posición en España. Sus ingenieros se quejaban de que en muchas ocasiones sus ofertas eran derrotadas pese a que calculaban con precisión el coste de la obras. La razón, como es obvio, era que sus competidores hacían trampas con el consentimiento del político de turno, que aceptaba la oferta económica más baja sabiendo a ciencia cierta que era papel mojado, toda vez que posteriormente se modificaría al alza. Ni que decir tiene que con el tiempo Laing salió escopetada de España y aquí se quedó un sucedáneo de empresa (para mantener los intangibles) a la que se le quitó la ‘g’ para españolizar el nombre, y que después acabó siendo la ‘L’ de OHL.
Caza mayor
La salida de la británica no fue la única. Ese pacto de sangre que “desde tiempos de Viriato” han firmado políticos y constructores ha borrado del mapa cualquier presencia de empresas extranjeras para operar en la obra pública española. Es decir, se ha creado una especie de coto vedado en el que sólo cazan a la manera de Miguel Blesa (a lo grande) las empresas nacionales, no vaya a ser que bajen los precios que pagan las administraciones por laobra civil. Y lo mismo sucede con  las concesiones públicas, donde los reyes del ladrillo han construido un imperio a costa de dar servicios  que antes prestaba directamente el sector público y que ahora han sido privatizados, en muchos casos con un discutible resultado.
Ese pacto de sangre que “desde tiempos de Viriato” han firmado políticos y constructores ha borrado del mapa cualquier presencia de empresas extranjeras en España para operar en la obra pública.Sacyr (bien apadrinada por el anterior Gobierno y en particular por ese tándem prodigioso que formaban Miguel Sebastián y David Taguas) es, sin duda, el caso más emblemático de estas tenebrosas relaciones entre poder político y empresas constructoras. Pero no es, desde luego, el único. La práctica de ofertar a la baja -como se ha hecho en el canal de Panamá- es vieja como el hambre, y no hay ministro de Fomento que no haya dicho nada más llegar al cargo que hacer modificados de obras “se va a acabar”. Mentira.
El profesor Ganuza, de la Universidad Pompeu Fabra,  analizó hace algún tiempo los sobrecostes en las obras  públicas llevadas a cabo en los años 90 por el Ministerio de Fomento. En  concreto, de todas con un presupuesto superior a los tres millones de euros. Los resultados de la investigación fueron llamativos: el 77% de las obras presentaba algún tipo  de sobrecoste, que de media suponía el 14% del precio de  licitación de la obra. Pero analizando su distribución se llegó a la conclusión de que más de un tercio de las obras tuvo un sobrecoste del 20%. No se trataba, por lo tanto, de grandes obras cuyos costes son a veces imprevisibles (como el canal de la Mancha o las dos nuevas esclusas del canal de Panamá), sino de trabajos en muchos casos convencionales que ponían al descubierto una práctica habitual.
Con razón el Parlamento Europeo llegó en su día a hablar de que el sector de la contratación pública es el más expuesto a los riegos de “gestión irregular, fraude y corrupción”.
Cómo ganar concursos
El hecho de que haya sobrecostes, sin embargo, no tiene que ver con que las constructoras españolas sean menos eficientes que las de otros países. Al contrario. La armada del ladrillo es tremendamente competitiva en los mercados internacionales y ganan concursos de forma regular. Lo que sucede es que en España se ha convertido en algo habitual que una obra cueste 1,2-1,4 veces lo que se ofertó, provocando no sólo un mayor gasto para el erario público, sino una ausencia de transparencia incompatible con el sistema democrático.
Los problemas de Sacyr (fracaso en el asalto a Dragados, fracaso en el asalto al BBVA y fracaso el asalto a Repsol) son los problemas de Sacyr, y no son los de EspañaEn última instancia eso es lo que ha llevado a Sacyr a liquidar su credibilidad internacional. Como explicó espléndidamente este sábadoAgustín Marco en este diario, difícilmente podrá acceder a nuevas licitaciones internacionales tras la espantá panameña. Aunque lo más relevante es que se vuelve a poner al descubierto lasimpúdicas relaciones entre poder político y ladrillo. No sólo en España, sino también en muchos países donde la presencia de constructoras extranjeras es residual para favorecer a la industria nacional. La coima o el cohecho no son desde luego patrimonio exclusivo de los españoles. Y desde luego que Panamá no está en condiciones de dar lecciones a nadie. ¿O es que los ingenieros de laACP no sabían que la oferta de Sacyr era inviable?
Pero lo que realmente sorprende es la curiosa tendencia a convertir en asunto del Estado los problemas de las empresas españolas en el exterior, como si la credibilidad de un país dependiera de las decisiones de consejos de administración que de forma autónoma e independiente toman sus decisiones, y que a quienes tienen que dar explicaciones es a sus accionistas. Algo que ocurre con especial frecuencia en el mundo de la construcción, alimentado por las cajas de ahorros (sector público) durante los años del boom. Los problemas de Sacyr (fracaso en el asalto a Dragados, fracaso en el asalto al BBVA y fracaso el asalto a Repsol) son los problemas de Sacyr, y no son los de España. Y bien haría el Gobierno es no confundir los planos de actuación.  ¿O es que los diferentes ministros de Fomento se han preocupado de cada una de las 135.049 empresas de la construcción que han cerradodesde el hundimiento del ladrillo dejando en la calle a 1,3 millones de trabajadores?
Es evidente que el tamaño del embrollo es muy distinto, pero de forma agregada los problemas de las pymes españolas son muy superiores a los réditos económicos que puede aportar el contrato de Sacyr para España. Aunque guste mucho hacerse una foto de vez en cuando con los barandas del empresariado patrio.
Y lo que ocurrió con el canal de Panamá es que la licitación se convirtió en un asunto de Estado avalado por el anterior Gobierno. Pero la diplomacia económica no tiene nada que ver con sacar las castañas del fuego a un proyecto de un iluminado como es Luis del Rivero. Como se sabe un conocido ‘patriota’ que no dudó hace un par de años en poner en jaque el futuro de Repsol para salvar su cuenta de resultados. Lo que daña a la marca España es apoyar proyectos suicidas.